Para mi reflexionar sobre chancletas es pensar en caminar
descalza. No porque considere que este
tipo de calzado no proteja mis pies del suelo, finalmente se trata de
materiales lo suficientemente gruesos y resistentes como para separarme 10 o 15
milímetros de él. Más bien, se trata de
que durante mis primeros años, y mientras aprendía a caminar, una de las frases
más recurrentes proferidas por mis padres (dirigidas únicamente a mí, pues mis
hermanos eran obedientes), y que prácticamente escuchaba unas 30 veces al día
era ¡Póngase las chancletas! No es difícil imaginar para aquel que me conozca
ahora, o mejor, que me conociera de niña,
por qué me lo decían, ya que dada mi
situación de infante exploradora, con iniciaciones primarias en la arqueología
de los restos materiales de las ruinas de la casa de juegos, sumado a mis
ínfulas de entomóloga y naturalista, buscaba cualquier excusa para adentrarme
en mis fantasías selváticas, dentro de los límites del patio de la casa, para poder así, sentir sin interferencia la temperatura o la condición superficial del piso
directamente bajo mis pies. Entonces las
chancletas se volvieron un objeto impuesto del que yo huía, y que siempre dejaba
a su suerte en alguna cueva imaginaria. No las podía mantener cinco minutos
puestas. Resortando de lugar en lugar, las iba perdiendo prácticamente
nuevas, mientras mi piel se teñía de ceras y barnices. Más, acumulando primaveras, las
exploraciones disminuyeron e inevitablemente yo crecí, y lo crean o no, mi
condición de mujer me obligó a
usarlas. Entonces acontecían cosas
curiosas, porque al final y luego de
años de oír ininterrumpidamente la famosa frase ¡Póngase las chancletas!, el
objetivo de mis progenitores se había cumplido y no me las quitaba para nada,
por lo que todo cuanto se cruzaba en mi camino terminaba escondido entre la
suela y mi pie (arena, piedras, bichos…), precisamente por su morfología y
diseño, que deja al descubierto dedos, piel y talón. Aún así, las prefería sobre tenis y zapatos. Odiaba la idea de tener que utilizar fundas
para pies y elegía las chancletas por sobre
medias y escarpines (sin importar cuán estéticos fueran estos). Ciertamente sufría de frío, y no puedo negar
que en época de lluvia mis apéndices inferiores duplicados, parecían uvas
pasas, vivían gélidos, diáfanos, medio traslúcidos y arrugados.
Debo confesar que fue debido a mi
desarrollo fisiológico que muchas de mis costumbres adquiridas de niña
cambiaron. Aunque me sonroje un tanto al
escribirlo, considero necesario aclarar que el crecimiento de mis formas
femeninas y todo lo que este proceso conlleva me obligó a calzarme
adecuadamente, y no me refiero al uso de taconcitos o zapatos de charol para
mostrarme al mundo como una señorita, sino a los dolores femeninos que se
intensifican exponencialmente con el frío.
Mientras me configuraba como mujer,
me percaté de la importancia de resguardar mis pies del piso, ya que cada 28 días,
y pese a que no se asuma como una verdad biológica, o un dato científico
comprobado para todas las hembras humanas, en mi mundo estoy convencida de que
el suelo frío transfería su temperatura a mi cuerpo, siendo éste (el frío)
acumulable, casi como una variable de la ley cero de termodinámica que dice: «Si pones en contacto un objeto frío con
otro caliente, ambos evolucionan hasta que sus temperaturas se igualan», sólo
que en mi caso, luego de igualarse, algo del frío se guardaba, para ser
aprovechado más tarde como herramienta para aumentar el dolor. He ahí la razón del abandono total de la
chancleta, y su sustitución por pantuflas, o cualquier otro tipo de calzado,
más apropiado para conservar el calor corporal.
Interesante trabajo, FELICITACIONES. Un orgulloso padre me ha compartido tan especial logro, mis mejores deseos para que este proyecto sea reconocido por muchos.... MPD
ResponderEliminarMil gracias Mauricio! Es bonito darse cuenta de que las personas valoran mis pensamientos.
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