martes, 22 de abril de 2014

DE LA AMATISTA GRIEGA, A LA SOBRIEDAD: La experiencia alcohólica desde la perspectiva de una chica abstemia



EL EXCESO DE ALCOHOL ES PERJUDICIAL PARA LA SALUD
 LEY 30 DE 1986

(6) Dad la cerveza al desfallecido, Y el vino a  los de amargo ánimo: (7) Beban, y olvídense de su necesidad, Y de su miseria no más se acuerden. (Proverbios 31; 6)
 

Me gustaría fingir tan sólo un segundo,  que todo en la vida es sencillo, y que gracias a su cualidad simplista se desarrolla conscientemente.  Que los problemas se resuelven solos, y que por ello no hay necesidad de ahogarlos  en el fondo finito de destilados transparentes, piscos, rones, whiskys, vodkas o cervezas.  Pero mis deseos y expectativas se quedan cortos con respecto a la realidad, y veo con tristeza dipsómanos[1]   delirantes, atrapados en las destructivas garras de aromas frutales y sabores especiados; del etanol transformado  en Nepente[2], libertador  de memorias, silenciador  de recuerdos. 
De vez en cuando me pregunto si la ilusión de olvido provocada por la embriaguez es suficiente para limpiar el alma.  Si en realidad la cepa del chardonnay,  o tal vez la sutileza de las almendras maceradas del Amaretto,  junto con el  continuo movimiento del líquido,  son capaces de recorrer el cuerpo y barrer a su paso con la angustia, la zozobra y el dolor causados por  eventos miserables.  Esos sucesos infelices  que sumados con la esencia misma del ánimo, rompen con el status quo, y producen la inminente necesidad de ingerir  jerez, kirsch u oporto.  Así las cosas, supongo que sería práctico y al mismo tiempo benéfico para nuestra era que los griegos hubieran tenido razón con respecto a los favores atribuidos a  la amatista.  Ellos pensaba que aquel que ingiriera bebidas alcohólicas podría evitar la borrachera si antes de beber ubicaba metódicamente un fragmento de la piedra bajo su lengua, considerando dicho cuarzo como un talismán anti-embriaguez.  Sin embargo, no funcionaba entonces, y si se nos ocurriera hacer lo mismo hoy, tampoco obtendríamos buenos resultados, sino las mismas horas de desequilibrio inconsciente, seguidas de lo que comúnmente denominamos guayabo, que no es más que un minúsculo síndrome de abstinencia sufrido por el organismo durante el proceso que precede la sed de vino: su lenta desintoxicación. 
Fuera del círculo, de pie sobre la fina línea que  ha mantenido toda mi vida abstemia, y como una simple espectadora me percato de que en el puesto donde la resaca debería dimitir y dar paso al hombre nuevo, libre de derrotas autobiográficas y resentimientos, veo cuerpos inspirados por la locura ritual y el éxtasis de Baco,  cuyas funciones mentales y motrices  han sido depauperadas.  Reflejos bajos, confusión, desinhibición exagerada, balanceos ralentizados y hasta acontecimientos nefastos llamados eufemísticamente accidentes. Este estado soporífero se extiende, rompiendo las barreras de la sobriedad y aletargando al hombre, que sintiéndose  todopoderoso y súper capaz, confunde sus límites y se transforma, cual versión contemporánea del doctor Jekyll y el señor Hyde, haciendo una extraña y alicorada apología involuntaria  a la metamorfosis tan interesantemente descrita por Robert Louis Stevenson en 1886, sólo que esta vez, no es mera ficción.   
A manera de cierre debo poner en consideración mis pensamientos, ya que opino que no  importa si denominamos a este período  de intoxicación cogorza, moña, tranca, tablón, turca, curda, juma o jumera, porque al final el resultado será el mismo, y ni la fantasiosa virtud de la amatista griega, o el seudo control del borrachín producirán los efectos deseados.  Las  bondades del néctar etílico  son un tanto menores de lo que se cree, ya que no solo libera al ser normal mediante una fuerte enajenación inducida, sino que  su mayor consecuencia, es la muerte. 


[1]  Sinónimo de alcohólico, ebrio, bebedor, borracho.
[2]  Se trata de una bebida que los dioses empleaban para curarse las heridas o aliviar el dolor y que además producía amnesia.

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