EL EXCESO DE ALCOHOL ES PERJUDICIAL PARA LA SALUD
LEY 30 DE 1986
(6) Dad la
cerveza al desfallecido, Y el vino a los
de amargo ánimo: (7) Beban, y
olvídense de su necesidad, Y de su miseria no más se acuerden. (Proverbios 31; 6)
Me gustaría fingir tan sólo un
segundo, que todo en la vida es
sencillo, y que gracias a su cualidad simplista se desarrolla
conscientemente. Que los problemas se
resuelven solos, y que por ello no hay necesidad de ahogarlos en el fondo finito de destilados
transparentes, piscos, rones, whiskys, vodkas o cervezas. Pero mis deseos y expectativas se quedan
cortos con respecto a la realidad, y veo con tristeza dipsómanos[1] delirantes, atrapados en las destructivas
garras de aromas frutales y sabores especiados; del etanol transformado en Nepente[2],
libertador de memorias, silenciador de recuerdos.
De vez en cuando me pregunto si la
ilusión de olvido provocada por la embriaguez es suficiente para limpiar el
alma. Si en realidad la cepa del
chardonnay, o tal vez la sutileza de las
almendras maceradas del Amaretto, junto
con el continuo movimiento del líquido, son capaces de recorrer el cuerpo y barrer a
su paso con la angustia, la zozobra y el dolor causados por eventos miserables. Esos sucesos infelices que sumados con la esencia misma del ánimo,
rompen con el status quo, y producen
la inminente necesidad de ingerir jerez,
kirsch u oporto. Así las cosas, supongo
que sería práctico y al mismo tiempo benéfico para nuestra era que los griegos
hubieran tenido razón con respecto a los favores atribuidos a la amatista.
Ellos pensaba que aquel que ingiriera bebidas alcohólicas podría evitar
la borrachera si antes de beber ubicaba metódicamente un fragmento de la piedra
bajo su lengua, considerando dicho cuarzo como un talismán
anti-embriaguez. Sin embargo, no
funcionaba entonces, y si se nos ocurriera hacer lo mismo hoy, tampoco
obtendríamos buenos resultados, sino las mismas horas de desequilibrio
inconsciente, seguidas de lo que comúnmente denominamos guayabo, que no es más
que un minúsculo síndrome de abstinencia sufrido por el organismo durante el
proceso que precede la sed de vino: su lenta desintoxicación.
Fuera del círculo, de pie sobre la
fina línea que ha mantenido toda mi vida
abstemia, y como una simple espectadora me percato de que en el puesto donde la
resaca debería dimitir y dar paso al hombre nuevo, libre de derrotas
autobiográficas y resentimientos, veo cuerpos inspirados por la locura ritual y
el éxtasis de Baco, cuyas funciones
mentales y motrices han sido
depauperadas. Reflejos bajos, confusión,
desinhibición exagerada, balanceos ralentizados y hasta acontecimientos
nefastos llamados eufemísticamente accidentes.
Este estado soporífero se extiende, rompiendo las barreras de la sobriedad y
aletargando al hombre, que sintiéndose
todopoderoso y súper capaz, confunde sus límites y se transforma, cual
versión contemporánea del doctor Jekyll y el señor Hyde, haciendo una
extraña y alicorada apología involuntaria a la metamorfosis tan interesantemente descrita
por Robert Louis Stevenson en 1886, sólo que esta vez, no es mera
ficción.
A manera de cierre debo poner en
consideración mis pensamientos, ya que opino que no importa si denominamos a este período de intoxicación cogorza, moña, tranca, tablón,
turca, curda, juma o jumera, porque al final el resultado será el mismo, y ni
la fantasiosa virtud de la amatista griega, o el seudo control del borrachín producirán
los efectos deseados. Las bondades del néctar etílico son un tanto menores de lo que se cree, ya que
no solo libera al ser normal mediante
una fuerte enajenación inducida, sino que su mayor consecuencia, es la muerte.
[1] Sinónimo
de alcohólico, ebrio, bebedor, borracho.
[2] Se trata de una bebida que los dioses empleaban para curarse las
heridas o aliviar el dolor y que además producía amnesia.
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